Testimonio de Oscar Oszlak, fundador y primer presidente de la SAAP
Con motivo de la celebración por los cuarenta años de la creación de la SAAP, creo oportuno recordar las circunstancias que rodearon aquella decisión hace cuatro décadas.
En 1982 tuvo lugar en Río de Janeiro el XII Congreso Mundial de Ciencia Política. Brasil se hallaba por entonces, al igual que la Argentina, sometido a un duro régimen autoritario que coartaba los derechos ciudadanos y restringía la institucionalidad política.
Sin embargo, a diferencia de Argentina, Brasil había conseguido algunos avances importantes en materia de expresión política abierta, entre los cuales la propia realización de un congreso mundial de ciencia política era un hito muy significativo.
El 9 de agosto de 1982, en el suntuoso auditorio del Hotel Nacional de Río de Janeiro, el presidente João Figueiredo declaró inaugurado el XII Congreso Mundial de la Asociación Internacional de Ciencia Política (IPSA). Más de 1.500 colegas se reunieron en Río para debatir, durante una semana, 900 trabajos que -desde los ángulos más diversos- intentaban dar respuesta al interrogante central del congreso: cómo lograr en los años 80 la consolidación de las sociedades frente a sus respectivos estados; cómo conseguir que esas sociedades, por sobre diferencias regionales o de regímenes políticos, fueran capaces de conjurar las falacias del poder arrogante y de hallar nuevos medios de convertir a los aparatos estatales en servidores de la sociedad civil.
El interrogante, en definitiva, planteaba la cuestión de la democracia y problematizaba el tema de los procesos conducentes a su implantación y consolidación, frente a la dominación autoritaria y la supresión sistemática de espacios sociales en los que la comunidad, a través de sus instituciones, pudiera elaborar, expresar o participar en la gestación de las políticas que afectaban su destino.
La presencia presidencial y de altas autoridades del gobierno brasileño en el acto de inauguración del congresoconstituyó un hecho político muy significativo, no solo por su contenido simbóIico, sino también por las expresiones de Figueiredo en su mensaje a los congresistas. Tanto en esa oportunidad como en visitas efectuadas por autoridades de la IPSA a altos funcionarios estatales, la palabra oficial destacó la importancia de la ciencia política, del debate serio y riguroso, abierto y pluralista, como herramienta insustituible de la gestión estatal. Figueiredo instó a los participantes a profundizar los análisis y a extremar los esfuerzos en la búsqueda de interpretaciones y prescripciones, científicamente fundadas, que permitieran consolidar instituciones democráticas y diseñar políticas para alcanzar una sociedad más justa e igualitaria. Naturalmente, el mensaje se inscribía -y debía ser leído- desde la perspectiva del complejo juego preeleccionario que vivía en esos momentos Brasil. Pero más allá de la retórica o de los motivos proselitistas que podían atribuírsele, había en ese acontecimiento político un significado más profundo.
Como argentino y politólogo, observador y participante de ese evento, el discurso de Figueiredo merecía otras lecturas. En un país gobernado por un régimen autoritario, en el que el proceso de democratización había avanzado de manera gradual pero sostenida, el titular del Poder Ejecutivo no solo legitimaba con su presencia y su palabra la necesidad de fortalecer la sociedad civil como condición necesaria de la democracia, sino también reconocía el papel crucial que le cabía a la comunidad intelectual en el debate sobre las fórmulas y los caminos que podían conducir a ese resultado. La ciencia política-y más genéricamente, las ciencias sociales- aparecían como un espacio legítimo, como una instancia insoslayable, para una reflexión crítica y constructiva en tomo a los obstáculos y a las opciones que planteaba la democratización de la vida política.
Me vi tentado en ese momento de hacer comparaciones, de imaginar al Teatro San Martin como escenario de una convocatoria semejante, donde resonaran, palabras más, palabras menos, mensajes como el de Figueiredo. En las circunstancias políticas de la Argentina de entonces, no era del todo fantasioso imaginar a Bignone pronunciar un discurso similar. El problema era: ¿cuál hubiera sido la comunidad académica local, destinataria de sus palabras?
En Río de Janeiro, la invitación a Figueiredo había sido hecha por Cándido Mendes, prestigioso cientista político y rector del Conjunto Universitario que llevaba su nombre, que fue donde se desarrolló el congreso. Pero no menos de 20 o 30 colegas e instituciones podían haberle disputado este honor. Brasil contaba por entonces con decenas de facultades, institutos y programas universitarios de grado y posgrado en ciencia política, administración pública y disciplinas afines, así como con innumerables centros de investigación, oficiales y privados, en los que se formaban y trabajaban miles de profesionales. Los organismos estatales incorporaban regularmente en sus planteles a graduados de estas disciplinas, los que cumplían un papel importante en la formulación e implementación de políticas públicas. La realización periódica de congresos y seminarios, en los que se reunían investigadores, técnicos estatales y profesores universitarios, proporcionaba un ámbito fecundo de actualización, intercambio de experiencias y avance del conocimiento. La comparación era válida pero, ¿cuál habría sido en Argentina la contraparte académica del imaginario discurso presidencial? ¿De un discurso que invitara a los estudiosos de la política a una reflexión rigurosa sobre las cuestiones sociales que compondrían la agenda de un proyecto democrático?
Hasta su virtual colapso en 1966, y la noche de los “bastones largos”, la incipiente actividad de investigación en ciencias sociales en la Argentina, se había desarrollado principalmente en la Universidad de Buenos Aires. A partir de entonces, un puñado de centros independientes -surgidos en su mayoría durante la década del setenta- se constituyó en el ámbito casi exclusivo de la labor académica en estas disciplinas. Sin embargo, su reducido número, la falta de apoyo oficial, la casi total desvinculación de las universidades y la censura y autocensura impuestas a toda forma de expresión crítica sobre el orden establecido en la sociedad argentina, limitaron seriamente la viabilidad y posibilidades de trascendencia de estas instituciones. Paradójicamente, estos centros, ignorados en su propio país, adquirieron gran prestigio en el exterior, donde sus investigadores y sus publicaciones eran reconocidos por sus aportes científicos.
La política oficial desestimuló sistemáticamente la actividad en ciencias sociales. Cuesta creer que en 1982 la Universidad de Buenos Aires no contara siquiera con una licenciatura en ciencias políticas, administración pública o disciplinas afines. México, Venezuela, Perú, Costa Rica, Brasil, Ecuador, Colombia –sólo para citar de memoria los países que recuerdo- poseían carreras de este tipo en varias de sus universidades nacionales. Habían creado además programas de posgrado y sus institutos de investigación producían regularmente revistas y publicaciones científicas de amplia circulación dentro y fuera de sus territorios.
En la Universidad de Buenos Aires sobrevivía -como un nicho académico sin lugar orgánico en las facultades existentes- una carrera de sociología que era un pálido reflejo de lo que había sidoalguna vez, en épocas del desaparecido Gino Germani, un centro de excelencia en el que se formaron gran parte de los escasos profesionales que todavía encontraba en esa actividad un medio de vida. En algunas universidades privadas subsistían, con variada fortuna, algunos programas en sociología y ciencia política. Otros, menos afortunados, como la carrera en Administración Pública de la Universidad del Salvador, que yo había dirigido unos años antes, o la carrera de Sociología en la Universidad de Belgrano, debieron cerrarse por falta de estímulos, especialmente por la escasa absorción del mercado de trabajo.
Las razones de esta actitud oficial francamente hostil a las ciencias sociales eran fácilmente comprensibles. En la Argentina, la ciencia política y la sociología habían sido estigmatizadas como disciplinas sospechosas, en las que anidaba la prédica ideológica que desataba la subversión. Las "ciencias sociales" legítimamente aceptadas eran las que se practicaban en las facultades de derecho (y ciencias sociales), donde lo político era tratado como ciencia del bien común, o como conjunto de prácticas e instituciones incontaminadas por mezquinos intereses sectoriales o manifestaciones de conflicto social. La existencia de una Academia de Ciencias Políticas y Morales, integrada casi exclusivamente por juristas y militares retirados, era un anacronismo superado incluso en países que marchaban muy a la zaga en otros aspectos del desarrollo institucional.
Hacía poco que había terminado la guerra de Malvinas, y la posibilidad de reconstrucción de la democracia dependía centralmente de la capacidad de la dirigencia, de los intelectuales y partidos, para imaginar un modelo de sociedad diferente, más allá de la compleja, opaca y conflictiva coyuntura que atravesábamos. Los científicos sociales debían ser protagonistas de esa misión. Eran muchas las preguntas que aguardaban respuesta, pero muchas también las que ni siquiera se formulaban con la seriedad e imperiosidad que exigían las circunstancias. La experiencia histórica registraba demasiados fracasos en la restauración de la vida democrática como para exponernos a la improvisación y a nuevas frustraciones.
Ni los partidos políticos ni los organismos gubernamentales disponían de los cuadros técnicos y científicos dedicados a reflexionar, sistemáticamente, acerca de los innumerables problemas que iban a componer la agenda de un futuro gobierno democrático. ¿Cómo operacionalizar el necesario redimensionamiento del Estado? ¿Cómo restablecer los puentes entre la sociedad civil y el Estado? ¿Cuál debía ser el rol institucional de las fuerzas armadas en un futuro esquema de poder? ¿De qué manera debían adecuarse las instituciones culturales y educativas, para hacerlas compatibles con nuevas pautas democráticas?
Estos y otros interrogantes abrían un abanico de cuestiones que, además de su obvio contenido político, exigían considerar aspectos técnicos y científicos. Los politólogos -y los científicos sociales en general no podían estar marginados del proceso de resolución de estas cuestiones. Como crítico sostén intelectual de una sociedad democrática, debía reconocerse a las ciencias sociales un espacio legítimo en esa empresa. Era preciso crear el interlocutor académico de la gestión gubernamental.
Por eso, nos fuimos del Congreso de la IPSA de 1982 con el mandato de unos 70 congresistas argentinos, de incorporarnos como miembros de la Asociación Argentina de Ciencia Política, integrada por entonces, casi exclusivamente, por abogados, varios de los cuales formaban parte de la Academia Nacional de Ciencias Políticas y Morales.
Al edificio de la Academia concurrimos, todavía en 1982, Waldino Suárez, Abel Fleitas Ortiz de Rosas y yo, a solicitar nuestra incorporación. Waldino seguramente recordará que Segundo B. Linares Quintana y Mario Justo López nos respondieron que nos aceptarían a los 3 pero no a 70. Era obvio, porque hubiéramos tomado el control de la asociación.
Fue entonces que vimos, como única opción, crear una asociación diferente. Así nació la SAAP hace 40 años. Así, con politólogos que en su mayoría eran más militantes que graduados formales, iniciamos a pulmón nuestros primeros encuentros, con un primer gran objetivo: lograr el reconocimiento de la IPSA y organizar el Congreso Internacional de Ciencia Política, lo que concretamos con el gran apoyo del querido y recordado Guillermo O´Donnell.
Quede entonces, para el recuerdo, las circunstancias que rodearon la creación de la SAAP. Y aguardo con esperanza la oportunidad de celebrar su medio siglo de vida. De no llegar a hacerlo, prendan una vela en mi memoria.